Carta de amor a los Suns

Déjame adivinar. Si estás leyendo esto, adoras la NBA. Y es eso, y el entendimiento de la lengua castellana, lo único que te une a todos y cada uno de los que han pasado, están pasando, y pasarán, a echar un vistazo. Y nada más.

Ni siquiera el momento o el personaje que te ataron a esta Liga, aquello que te atrae y te cautiva del baloncesto, es universal. Muchos compartiremos ídolos y puntos de vista aquí y allá, pero en general todos lo vemos con una perspectiva diferente.

A mí de este bendito pasatiempo, me atrajo el dinamismo. Y podría haber sido fan de otros deportes con esa característica común, y algunos me gustan, pero el baloncesto tiene un par de señas prácticamente exclusivas que me atrajeron en su día por encima del resto. Primero, lo que sucede en las alturas, en ese espacio aéreo cerca del aro, tan inalcanzable para mí, que me quedo embobado viendo cómo llegan los elegidos. Y después, el valor de un pasito, lo excitante de esa jugada que apenas vale un poco más, pero que puede llevar al éxtasis a un pabellón entero: el triple. No caigo ahora mismo en un gran deporte en el que los puntos cuenten más por la distancia desde donde fueron conseguidos, y en el que un margen tan pequeño se exprese con tanta alegría.

Y de la NBA en concreto me gusta, además de que juntan a los mejores del mundo en lo anterior, lo impredecible. La adrenalina de ese momento de suspensión gravitatoria, en el que todo lo que esperabas que sucediera, se va moviendo a cámara lenta antes de dar un vuelco hacia lo inesperado. Es una traza que hay que reconocer al deporte en general, y no a la NBA en particular, pero el caso es que a diferencia de otras artes, como por ejemplo, el cine, esto no parte de burdos trucos de guión, prediseñados con alevosía, ni deja huecos argumentales. Es la sorpresa en estado puro, una de las sensaciones más gratificantes e interactivas para el espectador, que se ve inmediatamente conectado con un grupo de personas a las que nada une, e incluso quizá haya llegado a menospreciar en el pasado.

Todo esto me hizo y me hace vibrar con la NBA. Y este año, hay un equipo que junta todas las mariposas en el estómago del primer y torpe beso. Los hay mejores tirando de tres, haciendo mates, y podemos considerar que hay sorpresas más mayúsculas quizá, pero ningún equipo junta todo lo que adoro, y algún detalle más, como los Phoenix Suns de este primer mes y medio de competición.

El equipo que tenía la peor pinta de todo el Oeste, que declaró lo que temíamos que iban a ser sus intenciones en un verano plagado de movimientos pensando en el largo plazo, coronando la afrenta al buen gusto por la competición constante, con el traspaso de uno de sus pocos jugadores con trayectoria en la Liga, por un lesionado sine die, está ahora entre los mejores.

Hornacek y su panda de repudiados, transforman noche sí y noche no, más o menos, la energía en alegría. No son los primeros, ni serán los últimos, y por la naturaleza rotativa de la NBA, conviene no encariñarse, porque esto, sea más tarde o más temprano, tiene fecha de caducidad. Pero el ímpetu y la vitalidad de este equipo son impecables. Desconozco si es por el aroma a reencuentro con la infancia y aquella atracción primitiva por este circo, o si simplemente es la necesidad de buscar algo de jovialidad en cada rincón en un tiempo difícil como este. Pero es

Los Suns me desarman, desactivan mis sufridas neuronas y mis ganas de racionalizarlo todo por un momento, y logran hacerme feliz de manera pasajera. Son el soma que imaginaba Aldous Huxley, con todas las ventajas del cristianismo y el alcohol, y ninguno de sus defectos.

Qué equivocado estaba, y qué bonito es. Al menos para mí.